Pensar a Cuba, pensarnos, explicar cómo nos vemos, cómo creemos ser vistos...

Escribir sobre ello y más.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Dormir al sol



No sé cuánto tiempo permanecería tumbada en la yerba, sintiendo cómo se calentaba progresivamente mi piel, cayendo en un sopor dulce, arrullada por el gru gru gru de las palomas —más tarde papá me cambiaría radicalmente aquel sonido idílico por una presencia espeluznante: me dijo que el canto lastimero de la paloma rabiche era augurio de desgracia familiar—. Era un letargo dulce en el que tenía para mí sola el horizonte verde movido por la brisa que refrescaba mi piel. Cerraba los ojos y el placer de imaginar aquella línea azul me llevaba a creer que un día llegaría hasta el lugar donde el cielo se une con el verde de la ribera y que allí podría sentarme en una superficie pulida y muelle, desde donde vería con otra perspectiva mi mundo infinito. Tía llegó como cada mediodía y se alarmó al imaginarme desmayada o algo peor. Me levantó en sus brazos, aquellos brazos amorosos, y me puso de pie sobre un taburete de la cocina. La miré sin comprender por qué me había sacado de mi edén. "Estás mala, ¿por qué estabas allí acostada?" No respondí; tampoco cuando mamá, más drástica, me amenazó: "Si no dices por qué estabas allí, te voy a poner una inyección". No podía describirlo en mi cabeza, pero todo me sonaba a agresión o, cuando menos, a incomprensión, ¿qué tenía de malo querer estar sola en territorio permitido? Y me administraron, efectivamente, una inyección de vitaminas, seguramente indicada por el doctor Arjona, para ver si acaba de coger peso o me subía la hemoglobina, nunca lo supe con certeza, el caso es que no hubo más siestas al sol y sin embargo continuaron por siete días más las inyecciones de aquel líquido rosado.