No sé cuánto tiempo
permanecería tumbada en la yerba, sintiendo cómo se calentaba progresivamente
mi piel, cayendo en un sopor dulce, arrullada por el gru gru gru de las palomas
—más tarde papá me cambiaría radicalmente aquel sonido idílico por una
presencia espeluznante: me dijo que el canto lastimero de la paloma rabiche era
augurio de desgracia familiar—. Era un letargo dulce en el que tenía para mí
sola el horizonte verde movido por la brisa que refrescaba mi piel. Cerraba los
ojos y el placer de imaginar aquella línea azul me llevaba a creer que un día
llegaría hasta el lugar donde el cielo se une con el verde de la ribera y que
allí podría sentarme en una superficie pulida y muelle, desde donde vería con
otra perspectiva mi mundo infinito. Tía llegó como cada mediodía y se alarmó al
imaginarme desmayada o algo peor. Me levantó en sus brazos, aquellos brazos
amorosos, y me puso de pie sobre un taburete de la cocina. La miré sin
comprender por qué me había sacado de mi edén. "Estás mala, ¿por qué
estabas allí acostada?" No respondí; tampoco cuando mamá, más drástica, me
amenazó: "Si no dices por qué estabas allí, te voy a poner una
inyección". No podía describirlo en mi cabeza, pero todo me sonaba a
agresión o, cuando menos, a incomprensión, ¿qué tenía de malo querer estar sola
en territorio permitido? Y me administraron, efectivamente, una inyección de
vitaminas, seguramente indicada por el doctor Arjona, para ver si acaba de coger
peso o me subía la hemoglobina, nunca lo supe con certeza, el caso es que no
hubo más siestas al sol y sin embargo continuaron por siete días más las
inyecciones de aquel líquido rosado.