“Es la hora de tu generación”, termina el primer wassap
que recibo avisándome de la notica. ¿Lo es?, me pregunto.
Creí que me cruzaría alguna emoción cuando me
llegara esta noticia. Pero no ha sido así. Lo primero que me viene a la cabeza
es una Cuba dispersa por el mundo. Es responsabilidad del ahora fallecido
anciano. La segunda, el país…, la Isla, como gustamos decir aquende los mares, se queda en su lugar y en posesión de la herencia que nos deja el Number One:
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Los hospitales
y la escuelas, los dos “logros” que todo viviente cita cuando se le pregunta
por Cuba, están en ruinas. Los educadores y los médicos, los buenos, los
apasionados, los inteligentes, los necesarios, en el extranjero o allí,
languideciendo entre el polvo de las calles, el sudor del verano nacional y la
escasez subiendo siempre en espiral inversa.
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Las
instituciones en manos de funcionarios mediocres, concentrados en ocupar su tiempo
en mangar lo que caiga y evitar al prójimo que haga lo mismo.
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La cultura con
el corazón partío: la oficial haciendo lo que puede por disimular lo
indisimulable, y una paralela que se esconde cada vez menos, luchando por
mantenerse fuera de las oficinas de la Seguridad del Estado, ese largo brazo,
creación del finado, que lo sobrevivirá quién sabe con qué renovadas fuerzas en
manos del brother heredero desde 2008.
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Los campos de
Cuba, en su largo letargo bajo el marabú.
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El fondo
habitacional, las infraestructuras y el parque automotor cayéndose a pedazos,
soportando la pátina del tiempo, como gustan decir los escultores.
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La economía
jugando al Black Jack hasta las tantas. Y siempre perdiendo, claro. ¡Esa obcecación
del jugador empedernido!
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Las empresas
estatales disimulando una autogestión con CUC (Cuenta Única del Comandante)…
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La sanidad a
la expectativa: que si los huracanes, el cólera, el zika, el dengue…
Y lo más doloroso: unos ciudadanos que han aprendido
a maltratarse entre sí, incapaces de reconocer que el mal no es el de al lado,
sino el de arriba, que el maltrato al que someten a un igual es la expresión de
una reacción que no han sabido canalizar desde el mismísimo 8 de enero de 1959;
que se desinteresan del problema nacional y solo ansían una visa para largarse
a cualquier sitio, pero con los ojos puestos en el destino final: USA; que
inventan herramientas, instrumentos, accesorios de todo tipo, que hacen su
propio marketing en el barrio, la ciudad y las redes sociales (sí, hay wifi en
los parques; sí, hay acceso a facebook; sí hay teléfonos móviles para todo
esto) para sacar adelante unos negocios ‘por cuenta propia’, sin almacenes
mayoristas, pero con impuestos en estimación directa y un cuerpo de inspectores
ante los que la Hacienda de cualquier país europeo palidece.
¿Qué va a cambiar ahora? Nada. Una isla no se va de
las manos como un país con fronteras terrestres; de un ejército en manos del
dictador de turno no nace un golpista (demasiadas purgas estalinistas en seis
décadas); en la oposición hay tantos grupos y organizaciones que se conocen
mal, trabajan aislados y son tan reprimidos cada dos por tres que no se ve un
liderazgo capaz de levantarse como interlocutor del gobierno; y el exilio está
tan dividido y hay tantos intereses creados, tantas pasiones acumuladas en
décadas de rumiar frustraciones y deseos que pasa como en la canción de Sindo
Garay: Las
penas que a mí me matan son tantas que se atropellan y como de acabarme tratan,
se agolpan unas a otras y por eso no me matan.
Yo me quedo tarareando la canción.