Pensar a Cuba, pensarnos, explicar cómo nos vemos, cómo creemos ser vistos...

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miércoles, 31 de octubre de 2012

El carrusel de Betty

Mañana es el Día de Todos los Santos. Es fiesta en España, y se aprovecha para ir al cementerio a poner flores a los difuntos. En Cuba el día 2 de noviembre se llama Día de Todos los Fieles Difuntos. Dejo, con este recuerdo, desde aquí, un callado homenaje a mis muertos queridos.


Todos los domingos íbamos al Pastoreo. Primero a la casa de Nereyda, allí tomábamos  café claro en unos vasos manchados de grasa de leche donde revoloteaban las moscas junto al montón de platos sin lavar del almuerzo. A continuación a casa de Albita donde nos gustaba más llegar porque tenía una gata barcina que se dejaba acariciar y además no le molestaba que jugáramos con sus gaticos; por el camino  de tierra húmeda que seguíamos con mucho cuidado de no pisar los charcos para que no se despegaran los zapatos de charol nuevos, nos tropezábamos con el tío Domingo, tío de papá, autoritario y mandón al que temíamos porque era la amenaza si no comíamos toda la comida, si andábamos descalzas, si no nos dejábamos inyectar vitaminas sin chistar… Pero el momento verdaderamente esperado de aquellas tardes era la llegada a la casa de Irma, porque su hija Betty, la niña más hermosa de la familia, tenía juguetes maravillosos. Betty era generosa y ponía a nuestra disposición su velocípedo tirado por un caballito, su descapotable de pedales donde yo ya no cabía pero en el que paseaba remolcada por el velocípedo, y su carrusel con personajes de Disney dando vueltas mientras una caja de música sonaba en el interior. Mamá y tía conversaban con Irma y Xiomara mientras nosotras tres paseábamos, las primeras vueltas por el portal, luego por toda la casa sin que importase demasiado. Pasaron muchos meses sin que volviéramos a la casa de Irma, hasta una tarde en que mis hermanas vieron por última vez a Betty; yo no quise enfrentarme a una niña enferma y triste que se escondía porque le deba vergüenza presentarse tan fea delante de sus primas. La vez siguiente acudimos a su funeral. Era una tarde de primavera, con nubarrones oscuros y bajos que se fueron amontonando desde el mediodía; la lluvia acentuó el olor a flores blancas por toda la casa y el vacío fue inmenso cuando partió el cortejo fúnebre. Había demasiado espacio pero desapareció el encanto de transitar por el salón impregnado de aroma de jazmines en pos del velocípedo tirado por un caballo mientras en mi mano derecha daba vueltas un carrusel.