Era el nombre de la calle donde viví los años más felices de la infancia. Yo no sé por qué me vienen con tanta frecuencia esos relámpagos de mis cinco años: cuando tengo conciencia de esos chispazos de felicidad, desaparecen con la velocidad de la luz... O no: me ha dado tiempo a copiarlos en estas breves narraciones.
Despertar era un gozo. El sol entraba a chorro por
la amplia ventana que mamá abría de par en par cerca de las siete, fuera o no
verano. A pesar de mi crónica pereza, aún sin abrir los ojos una alegría desconocida
me invadía cada vez que aquel sol brillante proyectaba sobre mí las sombras del
naranjo que perfumaba la habitación. Me sentaba de golpe y contemplaba aquel
trozo de patio donde el verde relampagueaba en un césped bañado por el rocío.
En verano daba gusto ver las mariposas, abundantes entonces, revolotear hasta
posarse en las florecillas silvestres que crecían ingenuamente entre chapea y
chapea de papá. Salía al fresco del día, me sentaba en la yerba recién húmeda y
esperaba a que el sol me calentara mirando el horizonte. Para mí aquello era el
mundo: la distancia que había desde la ventana de mi cuarto, el patio amplio y
despejado, la escuela al frente y una extensa sabana que concluía en el
horizonte azulado de la margen del Sevilla. Nunca me pregunté qué habría más
allá de la línea del horizonte ni detrás de mi casa; me bastaba saber que
existían aquellos espacios, los tres álamos del lado izquierdo del patio, el
cocotero enano detrás de la cocina y los arbustos donde crecían enormes
toronjas de un verde oscuro intenso sobre la tierra negra. En las noches de
luna llena una luz blanca iluminaba los contornos y creaba un ambiente onírico,
más acentuado cuando aparecía una lechuza enorme que alguna vez quise tener
entre mis manos. Papá nos asustaba, ese era su método para prohibir, se
inventaba historias de brujas que planeaban sobre aquel patio sembrado de cítricos,
de lechuzas que eran la encarnación del mal y de un haitianito viejo, doblado
por los años, que vendría a llevarnos si nos veía de noche fuera de la casa. No
he vuelto a sentir la alegría de esas mañanas invadiéndome súbitamente cuando
evoco aquellos días. Nunca el sol ha vuelto a ser tan amarillo, con esa luz
casi naranja proyectando sus sombras frente a mí. Tampoco los espacios han vuelto
a ser lo que fueron, aquella distancia infinita a la que se circunscribía mi
mundo. Estuve sola y en silencio, como queriendo atrapar cada detalle de los
recuerdos magníficos que hoy saltan como cardúmenes plateados por dondequiera.