Mañana es el Día de Todos los Santos. Es fiesta en
España, y se aprovecha para ir al cementerio a poner flores a los difuntos. En
Cuba el día 2 de noviembre se llama Día de Todos los Fieles Difuntos. Dejo, con
este recuerdo, desde aquí, un callado homenaje a mis muertos queridos.
Todos los domingos
íbamos al Pastoreo. Primero a la casa de Nereyda, allí tomábamos café claro en unos vasos manchados de grasa
de leche donde revoloteaban las moscas junto al montón de platos sin lavar del almuerzo.
A continuación a casa de Albita donde nos gustaba más llegar porque tenía una
gata barcina que se dejaba acariciar y además no le molestaba que jugáramos con
sus gaticos; por el camino de tierra
húmeda que seguíamos con mucho cuidado de no pisar los charcos para que no se
despegaran los zapatos de charol nuevos, nos tropezábamos con el tío Domingo,
tío de papá, autoritario y mandón al que temíamos porque era la amenaza si no
comíamos toda la comida, si andábamos descalzas, si no nos dejábamos inyectar
vitaminas sin chistar… Pero el momento verdaderamente esperado de aquellas
tardes era la llegada a la casa de Irma, porque su hija Betty, la niña más
hermosa de la familia, tenía juguetes maravillosos. Betty era generosa y ponía
a nuestra disposición su velocípedo tirado por un caballito, su descapotable de
pedales donde yo ya no cabía pero en el que paseaba remolcada por el
velocípedo, y su carrusel con personajes de Disney dando vueltas mientras una
caja de música sonaba en el interior. Mamá y tía conversaban con Irma y Xiomara
mientras nosotras tres paseábamos, las primeras vueltas por el portal, luego
por toda la casa sin que importase demasiado. Pasaron muchos meses sin que
volviéramos a la casa de Irma, hasta una tarde en que mis hermanas vieron por
última vez a Betty; yo no quise enfrentarme a una niña enferma y triste que se
escondía porque le deba vergüenza presentarse tan fea delante de sus primas. La
vez siguiente acudimos a su funeral. Era una tarde de primavera, con nubarrones
oscuros y bajos que se fueron amontonando desde el mediodía; la lluvia acentuó
el olor a flores blancas por toda la casa y el vacío fue inmenso cuando partió
el cortejo fúnebre. Había demasiado espacio pero desapareció el encanto de
transitar por el salón impregnado de aroma de jazmines en pos del velocípedo
tirado por un caballo mientras en mi mano derecha daba vueltas un carrusel.