Aterrizamos
con turbulencia severa. Que no se te olvide que estás llegando a Cuba en medio
de la temporada ciclónica. Después, las dos consabidas horas en la Aduana. Que
no se te olvide…
Y
el tiempo transcurriendo. ¡No hay manera de estar sin la mortificante idea de
que todo pasa! ¡Y quince días son tan pocos días!
La
Habana, más vieja cada día, exhibía sus humedades al por mayor. Para decirlo
con palabras de escultor o de arquitecto, la pátina del tiempo (¡otra vez el
tiempo!) dejando su impronta en los muros de la ciudad.
Yo
no sé por qué no consigue enamorarme esta ciudad cantada y contada por foráneos
y naturales. Mirando la bahía desde lo alto del Ambos Mundos, yo debería estar
poco menos que llorando de emoción; en cualquier caso, subyugada por la quietud
brumosa y fresca del Caribe en los inicios de junio. Pero no. Así que prefiero
seguir viaje al “interior”. Esta vez hasta Santiago. Mirando el paisaje, esas
áreas verdes que es Cuba según los habaneros. Y contando, en tono quizás
demasiado coloquial, la historia que me salta al paso en Santa Clara, el
Escambray, los llanos de Camagüey, la costa sur hasta la desembocadura del
Sevilla en un lamentable litoral que te deja la rara impresión de haber llegado
a Haití. Luego la cuenca del Cauto con su extensa llanura a nivel del mar, el
Contramaestre, las elevaciones de la Maestra y los pintorescos palmares de las
lomas de Santiago.
Pero
la Ciudad Héroe tampoco llenó mis
expectativas: todo ruido y una larga fila de menesterosos que han aprendido a
la perfección el oficio de exhibir sus miserias de nueve a cinco…. Sólo
encuentro a Heredia. Me pregunto dónde está la Revolución.
Vuelvo
a los míos, a un templo levantado a golpe de coraje e ilusión. Queda
oficialmente inaugurado con diploma de honor a su artífice. Y brindamos con
Rioja y con Cristal y con Havana Club. Y leyeron nuestros relatos y nos
contamos los sucesos de todo este año y hacemos fotos para acallar la nostalgia
del siguiente y compartimos la felicidad del futuro ingeniero y nos reímos, que
era mi propósito y mi deseo: verlos reír en una Cuba que se cae a pedazos, pero
que no logra ni con su medio siglo de insistencia, quitarnos la alegría de
vivir.
Y
me voy a Las Tunas, a su universidad donde me esperan los amigos para que les
cuente cómo escribí una novela que todos quieren tener esa tarde. En la
televisión provincial me recibe Waldina, y hablo con Lázaro y con los tuneros a
la hora del mediodía. Y nos vamos a brindar con Havana Club por la alegría de
estar una tarde de lluvia alrededor de la misma mesa, y perdono a los que fuman
y me dejo llevar un rato sin mirar el reloj, porque tengo conciencia de es una tarde
excepcional.
Vuelvo
a La Habana y el malecón sigue acogiendo a los pescadores de casi nada, a los
músicos que un buen día me tropezaré en Barajas, a los impertinentes
inquiriendo con actitud cuasi agresiva, ¿español?, a la pareja de enamorados de
cualquier edad mirando fijo el horizonte, al que vende lo que sea en medio de
su lucha…
Me
voy a Plaza de Armas donde unos constructores dosifican con cuentagotas su
trabajo y los vendedores quieren a toda costa que me compre una boina del Che.
Es
sábado y cae la tarde sobre la ciudad. El sol se pone tan despacio como los
ritmos de este país que va quedando bajo las alas del Airbus. Otro año por
delante para todos, me digo, y allá, entre las luces que empiezan a apagarse,
va quedando todo lo que, una vez más, traigo en el corazón.