Fue el año del II Congreso del Partido y yo comenzaba el Pre. Entre el 17 al 20 de diciembre las clases estuvieron suspendidas porque las sesiones del congreso se televisaron y en nuestro teatro improvisado, una nave destinada a albergue para más de cien estudiantes en la que las literas fueron sustituidas por sillas, y al frente un televisor soviético en blanco y negro, en Los Unidos, fuimos custodiados por el profesor de BPC (Bases de la Producción Contemporánea) y una profesora de Química.
Yo presté mucha atención a cuanto se estaba diciendo allí porque ya entonces soñaba. ¡Soñaba! En el televisor hablaban de las proyecciones para el quinquenio 1981-1985 y las perspectivas hasta el año 2000. Entonces el dos mil era una fecha inalcanzable, demasiado lejana, tanto que no nos imaginábamos entonces con 35 años los que en el 80 teníamos tan solo 15. Nos reíamos de aquel tango porque decir veinte sí eran muchos años para nosotros. Y las discusiones (exposiciones) seguían: sobre la distribución territorial de las fuerzas productivas, sobre el desarrollo de la ciencia y de la técnica, el desarrollo de las construcciones, del transporte y las comunicaciones, la educación y la cultura, la salud pública, el comercio interior y los servicios a la población y sobre las relaciones económicas internacionales. Es decir, en cinco años y a mediano plazo en quince o veinte, nosotros, los profesionales de entonces, viviríamos en un país desarrollado, haríamos turismo en la Plaza Roja, en los balenarios de Sochi, “con el Cáucaso a la espalda”, pasearíamos junto al Volga, veríamos las noches blancas en Leningrado, y estrecharíamos las manos de los queridos komsomoles, artífices de una república tan grande como sólida… Tendríamos una casa construida para nosotros y un automóvil (el sueño por excelencia del cubano) ganado con nuestro esfuerzo intelectual ¡El futuro era nuestro! Habríamos sido formados en una concepción científica del mundo, nuestra personalidad se habría labrado armónica y multilateralmente, seríamos conscientes de la eficacia de la combinación del trabajo manual y el intelectual (para eso trabajábamos en la agricultura en una sesión y en la contraria recibíamos clases)… Y caminaríamos con pasos firmes hacia la era comunista.
Anoche, mientras veía las noticias, no podía creer que no solo hubiera llegado el año dos mil, sino que ya han pasado treinta años desde entonces y veinte desde la reunificación de las dos Alemanias. ¡Con lo grandiosa que nos parecía la Alemania del compañero Erich Honecker, para no decir la URSS de Lenin y Leonid Ilyich Brezhnev!
¡Los años ochenta!
Después del Pre fui al Pedagógico de Camagüey. Reunía el dinero de cada semana para comprarme ropa en la Casa de la Amistad, viajaba en guaguas Icaro una vez al mes y el resto de los fines de semana haciendo botella en rastras Kamaz, el transporte habitual de las universitarias de entonces en provincias, y esperaba a graduarme para ir a Varadero, dar la vuelta Cuba y ganarme un viaje a la Unión Soviética…
Terminé graduándome en el 89, el año en que el campo socialista se desmerengó ―esa palabra chillona y teatral, pero tan mencionada entonces por todos los dirigentes, funcionarios y doctrinarios del momento―. Aquella frase del 22 de diciembre de 1972, “Que el futuro pertenece por entero al socialismo ya nadie lo puede dudar. La figura de Lenin se agiganta ante la historia y sus ideas luminosas se convierten en el patrimonio común de los luchadores revolucionarios en todos los rincones de la tierra”, se convertía de la noche a la mañana en otra menos esperanzadora, pero igualmente optimista: “Período especial en tiempos de paz” (porque peor habría sido “en tiempos de guerra”).
¿Qué me perdí en mi feliz adolescencia de los ochenta en un pueblo de provincia?
El mundo estaba cambiando; la tierra nunca ha dejado de girar. Pero no me dejaron saberlo entonces. Los escritores no querían saber nada del realismo socialista; pero Milán Kundera, Boris Pasternak, Herta Mueller, Anatoli Ribakov, Solzhenitsin, Nabokov serían lecturas de mucho después. Y las narraciones de lo que pasó del otro lado de la cerca de aquella embajada empiezan a llegarme a través de amigos que me sugieren lecturas como Diez días en la Embajada de Perú; el cine, la música, el teatro, eran parte de lo que vendría, porque tocaba estudiar, formarse, prepararse para un futuro luminoso.
¿Qué fue de mis amigos, de mis compañeros del Pre y de la universidad? Algunos se hicieron médicos; uno vive en Las Palmas de Gran Canaria, otro en Los Ángeles y otra en Tampa; otros, licenciados en educación como yo, o en filología, o termoenergética, andan por Barcelona, Dominicana, Miami, México, Louisville, Toronto, Luanda, La Habana, Brasil, Las Tunas… He sabido que alguno se suicidó o murió no se sabe cómo. Alguno llegó a ser Primer Secretario del Partido en un municipio de Las Tunas; uno estuvo preso hasta que Moratinos fue en su busca…
¿Será que el futuro dejó de pertenecernos? ¿Será que con la caída de aquel muro se vinieron abajo también nuestros sueños felices?
Unos estamos lejos y tratamos de hacer creer que se puede convivir con la nostalgia; otros están en los mismos sitios de aquellos años, esperando a ver si son los “designados” para trabajar por cuenta propia, o en la agricultura, la construcción, hacerse policía o maestro.
Aquellas proyecciones quinquenales nos estafaron: nos hicieron creer que debíamos hacernos profesionales. Ahora sobramos. Los que estamos lejos y los que aún están cerca. ¿Pero cómo hacerse a la idea de que ahora se trata de salir adelante arreglando sombrillas, rellenando fosforeras, cuidando perros ajenos o vendiendo plátano burros en la esquina de la editorial donde nos publicaron ayer, cerca de la institución donde recibimos a unos extranjeros invitados a un coloquio internacional hace un par de meses, o vestidos de policías en el parque donde ayer esos transeúntes nos escuchaban hablar del último libro escrito que intentábamos venderle?
¡Ay, Gardel, que veinte años no es nada…! (¿Ni treinta tampoco?)