Pensar a Cuba, pensarnos, explicar cómo nos vemos, cómo creemos ser vistos...

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sábado, 8 de mayo de 2010

Hija de la Revolución

La primera vez que me lo dijeron estaba aún en el aire la polvareda que levantó el muro cuando lo derribaron. Porque lo derribaron, se cayó es una manera de decir.
Antes ya empezaba a preguntarme a quién le debo lo que soy porque si es a la Revolución, ¿entonces qué o quién soy yo? Y de ahí se desprenden muchas otras preguntas.
¿Tuve o no un padre? De hecho, sí. Fue un hombre de trabajo. Desde los doce años. Cuando otros en la zona se iban a dormir, él se levantaba a cargar camiones de caña en plena zafra. Y con diecinueve aún le pedía permiso al suyo, mi abuelo, para irse a una fiesta el sábado por la tarde (escribí por la tarde y no por la noche, se entiende). Y el de sus diecinueve años fue 1959. Esperó tres más y se casó. En el año de la fundación del Partido Comunista de Cuba nací yo. Ahí me surge otra duda, ¿soy hija de la Revolución, de mi padre o del PCC?
Empecé la escuela en 1970, es decir, en la zafra de los Diez Millones. Recuerdo las consignas de entonces. Menos mal que ya había nacido, porque hay quien lleva por nombre Losdiesmich, sí, como si fuera ruso, porque eran los años en que éramos los hermanos menores; también hubo algún que otro Yonesván. Poco menos y me dicen que soy hija del Esfuerzo Decisivo u otra de las enciclopédicas y revolucionarias consignas de aquellos años.
Nadie me enseñó a leer en casa; nadie me decía esto está bien o mejor hazlo de esta manera. Leía mis libros y hacía mis tareas. La maestra ni siquiera se había graduado, por lo tanto sus clases llevaban la pedagogía de su escasa experiencia y eso de la atención individualizada es cosa de mucho después. ¿Debo seguir pensando que me enseñó a leer y escribir la Revolución? ¿Y mi inteligencia no cuenta? ¿Y mis deseos de saber leer para irme a los libros de mi tío, tan atractivos y, por cierto, editados antes de la Revolución? ¿Y de aprender a calcular leyendo las cuentas de mi hermana?
Por este procedimiento, quienes trabajan barriendo las calles, cocinando, limpiando los pisos de las terminales y los hospitales también se lo deben a la Revolución. A fin de cuentas todos somos iguales, ¿no?
Me saltaré muchos años para no reiterar ni aburrir. Pero la pregunta sigue siendo si lo que soy lo debo a ya saben quién (¿o qué?). Y aun otra, ¿y los demás hijos, es decir, mis hermanos? Esos que saltan cuando les mencionan el padre como si les ofendieran la madre? ¿Seguirán adorándolo aún después de muerto? Espero que sí, porque en eso consiste el amor filial. Aunque los ejemplos que veo no me dejan muy tranquila.
Y la siguiente pregunta, la obligada, ¿dónde estaría yo de no haber sido por la Revolución? Mucho más lejos. Eso sin la más mínima duda. Y es que para lo único que me sirve decir que soy hija de la Revolución es para que se me vea enseguida que estoy llegando ahora a lo que debía desde los veinte años, y para observar desde esa altura que los verdaderos hijos (mis hermanos a pesar de los pesares) se van quedando en el vórtice de un remolino que gira sobre su propio eje, cada vez con menos velocidad, es cierto, pero con fuerza centrípeta suficiente como para impedir que se desenganchen y abran, como los gatos del cuento, los ojos de una buena vez.