¿Has estado en la puerta del quirófano esperando una señal, algo que te indique que quien está dentro ha sobrevivido?
Si te ha tocado escuchar “lo siento, hemos hecho lo que hemos podido” sabes la diferencia que hay entre esa frase y tu lugar: el cirujano, se da la vuelta y a menos de diez pasos ya está pensando en su siguiente paciente, en su siguiente vida por salvar antes de irse a casa. Un día más de trabajo. Tú te has quedado con una imagen que ya no se borra nunca, ese instante en el que todo se ha decidido, en el que ya no hay vuelta atrás y en lo adelante seguirás con algo de menos en tu vida, como si a partir de entonces te faltara una extremidad y cada vez que miras ese muñón deforme te doliera como la primera vez.
He mencionado un caso extremo, pero pudiera tratarse de esa respuesta que has estado esperando a lo largo de meses y aun, años. ¡Es que es tan fácil decir sí! No es que al otro, al que dice “lo siento” le vaya en ello la vida. Es que adopta una posición de “nadie me sacará de aquí”, se cierra, no entiende razones, ninguna, ni siquiera escucha porque sabe que le asiste una razón invulnerable: su posición de poder, ventaja imposible de superar por quien escucha.
Cuelgas el teléfono con esa frase en el oído viajando hacia tu cerebro, recorriendo cada uno de los espacios que poco a poco han ido ocupando sueños y proyectos; la frase va borrándolos, sacándote de ese estado de euforia en el que fuiste cayendo sin querer, intentando no llegar a esos sitios a los que te lleva la imaginación. “Lo siento”, una frase que no dice nada, es solo una construcción lingüística, una fórmula de cortesía. Tú lo sabes y te quedas con todas las ganas de decir, mire, usted no siente nada, no sabe lo que dice, mejor habría hecho callándose, o diciéndome que no siente nada, que solo han sido unos minutos de un día cualquiera de trabajo, que esperan otros tantos casos en los que repetirá, seguramente, muchas veces más que lo siente. El otro se irá a casa esa tarde, verá a su hijo, a su pareja, encenderá la tele, mirará las noticias y las comentará y ya no se acordará a las nueve de la noche que dijo “lo siento” a alguien a quien todavía le estarán quemando esas dos palabras dichas unos instantes antes de colgar el teléfono y ponerse a otra cosa.
Ese es el día a día de todos: esperar una respuesta o darla. Esta es la diferencia, decir “lo siento” o escucharlo. Para uno será la rutina, una frase que se olvida en el acto, que no se contabiliza, que se pierde entre otras tantas de cortesía o de descortesía. Para el otro será un viraje, un Cabo de Buena o de Mala Esperanza. Unos ya tendrán el plan B listo para poner en marcha; otros empezarán a pensarlo, a mirar cuál es el norte o dónde está la brújula.
Y es que esa solución al alcance (solo al alcance, no en) de la mano, deja muy mal sabor de boca. Supongo que es lo que veo en los ojos de los jugadores desolados que no acaban de creerse una canasta de tres cuando ya ha sonado el silbato de fin de partido con el balón en el aire, o ese gol que nadie se esperaba de uno que nunca había dado golpe en el equipo, pero por una vez deja sin el trofeo a quienes ya lo tenían todo hecho.
Eso me ha sucedido hoy. He estado a las puertas de un quirófano hasta que alguien vestido de verde a quien no le veo más que los ojos me ha dicho “lo siento”. Estaba exactamente por ducharme cuando ha sonado el teléfono y alguien me dijo “lo siento”. Me han echado una canasta, me han colado un gol. He perdido el campeonato con el juego empatado durante muchos meses.