Cinco horas con Mario fue un regalo de consolación. Había muerto un amigo, un colega de la vieja guardia, un vecino del Marabú. Y cuando eso sucede uno necesita emociones mucho más intensas para aplacar la sensación de vacío que nos deja la muerte de un ser querido. Un libro a veces llena esos vacíos. Y esta novela me sumergió en un mundo muy poco conocido, porque la verdad es que las historias literarias cubanas con las que tuve que arreglarme en mi carrera y un poco después, finalizaban justo donde había que mencionar a Camilo José Cela, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Rafael Sánchez Ferlosio y, por supuesto, Miguel Delibes. Era como si no se hubiese escrito nada más en España después de la Guerra Civil, como si tuviéramos que quedarnos por decreto con Antoñito el Camborio, Nanas de la cebolla y El crimen fue en Granada.
Seguir el monólogo de Carmen Sotillo fue como acompañar yo misma al Guille en su funeral, aunque yo no sé hablar como ella. Ni puedo.
Hoy se ha muerto Miguel Delibes y se habla de sus obras antológicas, las que gracias a un amigo leí, no solo para consolarme de la muerte de un escritor como Guillermo Vidal, sino para disfrutar una y otra vez, porque Cinco horas… y El Hereje se han convertido en lecturas cíclicas, esas que se van volviendo costumbre y todos los años, finalizando el verano, vuelvo a leer.
Esta mañana escuchaba en la radio crónicas y comentarios sobre Delibes y hay una idea que gravita: se notará mucho la ausencia en Valladolid del hombre silencioso, del vecino que pasea y saluda, y del escritor que acepta la visita de otros escritores, que aconseja y ayuda; y en España la de una personalidad de las letras sin ambiciones, entregado por entero a la literatura, maestro de generaciones.
Vuelven mis recuerdos porque mientras viví en el mismo barrio que Guillermo Vidal, me parecía que lo vería pasar con Guillermito de la mano, que aquella figura quijotesca aparecería en un banco del parque, silencioso, a la caza de diálogos que más tarde incorporaba a sus novelas, a la espera de que alguien, yo entre muchos y muchas veces, se sentara a su lado y comentara algo sin importancia, solo una disculpa para iniciar un diálogo del que siempre se sacaba una idea interesante. “Que se queden con todo, menos con tu espíritu”, fue el consejo que me dio cuando creí que, efectivamente ese “Alguien” que no viene al caso mencionar, intentaba quedarse mi espíritu. No estoy en aquel barrio de Las Tunas, pero traigo mi espíritu conmigo y en él a mi amigo Guillermo Vidal, nuestro barrio y todo lo que se me ocurre ir añadiendo por el camino.
Con Miguel Delibes sucede lo mismo, porque los grandes escritores se quedan en el espíritu de cada uno de aquellos en los que ha dejado una huella: los del barrio, los de la ciudad, los lectores y los que han aprendido y han enseñado gracias a su ejemplo y a su obra literaria.
Hoy lo añado a mi lista junto a Guille, nuestro barrio y mis muchos otros afectos.