Casi siempre estar lejos es estar muy cerca. Y marcharse no es irse, sino todo lo contrario. Eso dije a una amiga que empezaba a sentir la ausencia de un hijo que se irá a la capital (entiéndase, a 700 km de donde ahora vive) a hacerse artista. Perdura un hueco al que inevitablemente se mira, y el vacío se acompaña de un arañazo momentáneo pero recurrente. Cada espacio, cada gesto, cada olor, cada palabra, se vuelven dolorosas evocaciones. Y comienza uno a imaginar por dónde andará el que se fue, qué parajes atravesará, con quién hablará, hacia dónde mirará cuando empiece a caer la tarde, si pensará en aquellos a los que dijo adiós…
Del otro lado vive aquel a quien se evoca a través del olor que dejó en la última ropa que usó en casa, la huella sobre el polvo que más polvo va borrando rápidamente, en las miradas a la esquina por donde desapareció y por la que se tiene la certeza de que asomará en cualquier momento… ¿Cómo vive? En las horas diurnas es uno más de los que pasan, los que viven…; pero en las noches y al amanecer, es imprecindible el ejercicio de memoria, más bien una guerra contra el olvido, porque evocar los detalles casi imperceptibles, los contornos menos evidentes, las sutilezas de cada día, es retardar el momento en que te despiertas y ya no recuerdas aquella silueta, el color de unos árboles próximos cuando arranca la primavera, el timbre de una voz.
Pero estar lejos no es morirse. Aunque para algunos lo parezca.
En el último mes me he reencontrado con personas de las que ni siquiera me despedí, hace treinta, veinte, quince años.
También dije alguna vez que los eventos más importantes de mi vida ocurren cada diez años. Y es cierto. No los enumeraré aquí, pero es rigurosamente cierto.
Tenía dieciséis y empezaba a descubrir el placer de leer. Allá en un Instituto Preuniversitario en el Campo, más conocido por sus siglas, IPUEC, en pleno campo, había una biblioteca que a estas alturas habrá ido a parar sabe dios a qué manos privadas; allí estaban James Joyce, Horacio Quiroga, Erskine Caldwell, Faulkner, François Rabelais, los poetas malditos, Jorge Amado…, no sé cuántos más.
Y mi profesor de Literatura era un apasionado. Se enfrascaba en razonamientos y nos hacía pensar —no solo nos invitaba a leer—, nos hacía razonar trozos de La Ilíada, nos hablaba de Epicuro y Demócrito a través de Lucrecio Caro… Entre él y aquella biblioteca empezaron a hacer de mí una escritora. Pero él se marchó porque estaba allí de paso.
Ha vuelto a aparecer después de treinta años de andar cada uno a lo suyo. ¡Cuántas cosas caben en treinta años! ¿Quién se marchó entonces y quién permaneció? Nadie lo sabe porque los caminos se cruzan y entrecruzan y uno empieza a no saber si va o si viene, si estos son los recuerdos de entonces o las idealizaciones que ocuparon el espacio de los recuerdos desvaídos. Lo cierto es que ha vuelto al presente una época con toda la vivacidad de entonces: expresiones, referencias culturales, ámbitos desaparecidos, nombres…
Y es inevitable que piense en los sitios de los que me he ido y en las veces que lo he hecho. Tal vez no sean muchos, pero estos reencuentros, con mi joven profesor de literatura, más tarde con alguna compañera de Secundaria Básica y esta mañana con un colega de mis años en la enseñanza en un Instituto Pedagógico hace casi veinte años, ponen en mi memoria rostros que ya creía cumplidamente en el pasado.
Con todos ellos me escribo casi a diario. Intento no dejarlos escapar por treinta, veinte, quince años más. Hemos vuelto en el tiempo, aunque los espacios interpongan mares y océanos.
Es mi manera de decir que faltar del pueblo es permanecer en él, aunque los reencuentros me tomen tres décadas.