(De mi libro inédito Narraciones desde La Carretera)
En la planta baja estudiábamos los de tercero y cuarto, y en el aula con ventanales de cristal que todos cuidábamos, estaba el aula de preescolar, con su piano y su closet donde la maestra María Rosa encerraba a los niños que se portaban mal, según decían algunos. Solo subían por la ancha escalera de mármol gris y negro los de quinto y sexto, sus maestros makarenkos y María Borgiano, la directora. Para los demás aquel segundo piso era desconocido, misterioso y ansiado. Veíamos a los de sexto —que entonces les sacaban como dos cuartas de alto a los de ahora y ya tenían bozo— recostados al balcón en los recreos, porque no les interesaba bajar, allí sí que se estaba bien, dominando desde esa altura la clase baja y, a veces, fumando; no sé por qué no tenían miedo, no se ocultaban ni de los maestros makarenkos, tan autoritarios y severos. Un día subí. La maestra Álida no vendría y esperábamos en el pasillo frente al aula de preescolar. Vi que la directora se marchaba y los demás ya estaban todos en clase; esperé un poco hasta que me decidí. Los escalones me resultaron demasiado altos y angostos, pero quería saber cómo se estaba y cómo se veía la sabana desde allá arriba. Sonó el timbre del recreo y bajaron los de quinto en tropel mientras yo estaba subiendo. Me golpeé fuertemente en la tibia derecha, un dolor agudo me nubló momentáneamente la vista, nadie se percataba y quise sentarme a llorar allí mismo, pero debía bajar apresuradamente para evitar el castigo, desconocido pero con toda seguridad, severo. Llegué abajo con una turgencia cardenal en la tibia que me dejó cojeando el resto del día. Cuando se me pasó el aturdimiento, solo entonces, me percaté de que los de quinto y sexto estaban en la plaza de formación, en fila con la manga de las blusas y las camisas levantadas mientras dos enfermeras los vacunaban sin piedad de los ayes lastimeros de unos y otros. Desde entonces asocié el segundo piso de la Sergio al dolor de una caída y la angustia de las vacunas.