Vengo del cine. Comento que daría el Oscar a Viggo Mortensen, por su actuación y a John Hillcoat, por la dirección de The Road (La Carretera), historia basada en la novela de Cormac McCarthy. Iniciada la proyección comienzo a ver imágenes de desolación y la angustia se me instala en el centro del estómago. Así transcurren los ciento ocho minutos en los que el espanto y las situaciones límites continúan mientras espero a ver qué nueva calamidad de las que pueden sumarse aparecerá en pantalla. Me quedo, como siempre, hasta el final de los créditos mientras el encargado aguarda, escoba en mano y casi con impaciencia. Y tras la larga lista que intento seguir (a pesar de mi inglés elemental), como un background, voces que apenas se escuchan; imagino que hay una esperanza, no sé si salida de mi deseo de inventar un final feliz o ha sido intención de Hillcoat para que se me vaya apagando poco a poco esta revoltura de tripas que su película me ha provocado.
Pero no. Llego a casa y persisten las imágenes catastróficas. Los pensamientos vienen unos sobre otros, las asociaciones de ideas se amontonan en mi cabeza y pienso en el caos de la realidad real.
Porque en el mundo hay zonas desérticas en las que animales y humanos vagan por caminos de arena en busca de agua (ese bien elemental que ahora mismo puede estar corriendo por algún campo de golf, no digo llenando piscinas porque el hemisferio norte, donde estoy, vive su invierno y las piscinas están para después, aunque mejor pensado, hay verano en la otra mitad de la tierra y están las climatizadas); grupos humanos que no saben lo que es cada día el pan nuestro, y niños que no son devorados por caníbales enajenados, sino por el sida, la desnutrición, los desastres naturales…
Y muchos, más de los que quisiera, que hoy, que es San Valentín, estarán regalando a su pareja un viaje en crucero por el Caribe (con parada en Labadee, cómo no, “Dios nos libre de todo mal, dejemos el dinero de las consumiciones y lavemos nuestras conciencias”), unos pendientes comprados en una joyería de Mónaco, una semana en Islas Caimán, un vestido de Armani…
Recuerdo aquel personaje de Zolá, Paule Quenu, quien intenta vivir a toda costa, una vieja lección, tal vez mal traída a cuento, pero útil porque me hace pensar que la vida es verdaderamente intensa allí donde no existen el consumo y la opulencia (perdón por redundar), allí donde nos alegra saber que estamos vivos, que somos capaces de amar y de sobrevivir por amor. Con este pensamiento, aquí compartido, celebro mi Día de San Valentín.