Cada mañana, cuando salgo de la cama, lo primero que hago es mirar a la espadaña; ahí está: esbelta y grácil, mirando al campanario de la Catedral, esperando el toque de las diez para irse tal vez al campo en busca de pequeños anfibios, roedores…, lo que se mueva por el campo, por las charcas, ahora que llueve en los inviernos peninsulares, o para traer ramas secas con las que restaurar su nido.
He dicho restaurar con toda intención. Porque Cigüeña de Las Nieves se marcha, como todas, en verano y regresa hacia San Blas, aunque ella y las demás se están adelantando, lo cual, lejos de preocuparme, me alegra.
El inicio de la migración es emocionante: van llegando, revolotean sobre los pináculos de la Catedral, planean con elegancia, blancas en medio del limpísimo cielo abulense del verano y se posan donde hay sitio, como organizando la partida. De pronto no están y las imagino en formación volando hacia Badajoz, Doñana o más allá, cruzando el Estrecho en busca de floraciones en el norte de África.
Por enero, cada vez que salgo de casa, voy mirando las espadañas hasta que descubro una en el convento de las Agustinas, otra en la del Carmen, en Mosén Rubí… Cigüeña de Las Nieves estará por llegar, un día más o uno menos, pero llegará, como cada invierno.
Porque esto de las migraciones, quiérase o no, tiene el encantamiento de los encuentros, las despedidas, los retornos, las esperas y los trayectos en los que no solo se ve pasar el mundo bajo las alas, sino el tiempo sobre la piel.
No sé dónde habita ese medio año Cigüeña de Las Nieves, pero cada regreso tiene para mí una alegría portentosa y un simbolismo que me implica: pertenece a dos regiones distintas, pero sabe que es de los dos sitios, de uno, más al sur, donde va en busca de unos paisajes que se han impregnado en su memoria genética. Y otro, aquí, en la espadaña de la capilla de Las Nieves, junto a mi ventana, desde donde el crotoreo frecuente me avisa que está, que ha llegado a su sitio, al panorama que también le pertenece. A su querencia.
Una foto es suficiente, que ella tiene su vida como yo la mía. No hay que andar husmeando en casa ajena. Me basta contemplarla en su pináculo, elegante y altiva, espiritual como la definieron en el medioevo, blanca y hermosa como la contemplo yo, la misma y diferente tras cada regreso. Que vivir en dos sitios deja esa visión en los que permanecen, aunque solo se trate de gastarse un poco en cada migración.