Joy vivía en El Indio, en una casita de dos habitaciones, sin electricidad y con tres muebles: una cama, una silla y una mesa.
Se duchaba cerca de la media noche y se sentaba en la puerta desnudo, tal como vino al mundo, o casi, porque cubría todo su cuerpo de talco para sentir el frescor y la fragancia de la media noche en toda su magnitud.
A fines de mes iba al banco de El Batey a cobrar su pensión de jubilado. Cruzaba la calle cerca del mediodía y se paraba junto a la puerta de la cocina de mi casa hasta que lo invitábamos a almorzar. Comía con elegancia, como si los usos de la buena mesa hubieran sido aprendidos desde la cuna. Daba las gracias por el almuerzo, regalaba cinco pesos a mi hermana Mónica (Laritza) y regresaba a sus dos habitaciones de El Indio.
Contaba su historia en pocas palabras: que vino de Haití cuando jovencito, que su madre le dijo que no se casara o nunca regresaría de vuelta a casa, po eso, yo no casao nunca, decía. Trabajó mucho, en la siembra, limpia y corte de caña. Tenía las manos grandes y los hombros recios. El campo había doblado su columna vertebral, pero se adivinaban los siete pies de estatura y la reciedumbre de su complexión. Y sus ojos de párpados gruesos y caídos miraban fijamente al horizonte, quién sabe si en ellos guardaba aún la imagen de su tierra natal a la que nunca volvió…
Esos ojos son los que encuentro en la mirada de estos paisanos de Joy. Desesperados, oliendo a muerte —ese olor que se impregna en el cerebro y ya no se borra jamás—; caminando o corriendo en una auténtica noche de los muertos vivientes; en los niños que vuelven unos cuellos flacos hacia la cámara del reportero blanco, como si por ella fuera a llegar un vaso de agua o un pedazo de pan; en esas negras de rostro congestionado que se han quedado sin hijos, sin padres y sin maridos; y aún en los bandidos que están desatando una ola de violencia porque ellos también tienen hambre y sed y han perdido mucho…
Los haitianos que conocí en mi pueblo, en el Francisco, tenían en la mirada el recuerdo de la miseria, ese atavismo en el que, ahora, gracias a un terremoto, está reparando medio mundo.
¿Quién puede borrar esas expresiones? ¿Y cuándo?
Si en una semana la impotencia de las potencias se ha desparramado por todo Puerto Príncipe, ¿cómo creer que los haitianos tendrán después una ciudad, un país reconstruido?
Soy como santo Tomás: necesito meter el dedo en la herida para comprobar que es real.