(Fragmento)
En agosto Guayabal es un espejo verde-azul, en la desembocadura del Yáquimo una ancha franja de agua dulce delimita la salada y el banco de arena sobresale en las horas del mediodía como una larga columna vertebral paralela a la orilla donde las olas llegan en un último impulso a lamer la arena plagada de conchas nacaradas, rosáceas, azuladas, amarillo-naranja, de tonos pardos…, y de moluscos orientados al sol, manjar perseguido por los americanos para comer crudos, a veces vivos cuando las apuestas son fuertes y el ron abundante. Más allá de la barrera de agua dulce las crestas blancas del mar recuerdan a Primitivo el silencio, el ir y venir del mar y la brisa de los cocales de Santa Elena del Puntazo.
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Manuel Rionda llegó a Santa Cruz el 8 de diciembre a bordo del Reina de los Ángeles; de ahí fue a Guayabal, donde estaba listo el motor del jovencito Pedro María para llevarlo por ferrocarril hasta Los Ranchos. La construcción de la casa vivienda fue acelerada desde que Francisco Coma instaló su escritorio allí y dejó sobre los hombros de Fanjul todo el trabajo del campo.
El ingenio debía comenzar a moler el año entrante, Rionda necesitaba irse con esa certeza y dejar contentos a sus apoderados en Guayabal y Los Ranchos; supervisó los campos de caña, se interesó por las variedades nativas que serían cortadas ese año, calculó el rendimiento, el costo de fabricación, los fletes ferroviarios y marítimos, los seguros e intereses y llegó a la conclusión de que obtendría una ganancia neta de tres pesos con cincuenta centavos por saco de azúcar producido, en un momento en que el azúcar se estaba cotizando a cuatro reales en el mercado. Estaba satisfecho. Las fiebres desaparecieron al refrescar diciembre, ya había abundante y buena agua en Los Ranchos y se instaló el teléfono y la planta eléctrica. Los costos se pagarían rápido, para Navidad dejaría un aguinaldo en metálico para todos y cada uno de los hombres de la Compañía, desde el señor Francisco Coma, su representante absoluto, hasta el último trabajador del campo, la industria y el muelle.
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La noche cerrada de Guayabal recibía la furia del huracán; el algarrobo resistía, pero Gloria sentía que estaba a merced de una tempestad que no tenía trazas de ceder, cada racha anunciaba su proximidad con un bramido sordo que viajaba sobre olas picadas entrevistas con las descargas eléctricas, una pared negra se le venía encima, se aferraba entonces con más obstinación a la rama, apretaba los párpados y cuando era inminente la inmersión se llenaba los pulmones como si en lugar de aire estuviese tragando la angustia de no sobrevivir al golpe; calculaba mentalmente el tiempo, pero los minutos eran interminables, los embates se sucedían uno tras otro. Eran apenas las cuatro de la madrugada. Guayabal entero está en mi contra, pensaba e inmediatamente añadía, ¡Nadie se muere en la víspera, coño, mira que darme por no irme para el Francisco! Era inútil su arrepentimiento, era inútil encomendarse una y otra vez a la Virgen de la Caridad del Cobre, era inútil gritar que no quería morirse tragada por una de aquellas trombas infernales, no podía competir con el rugido cíclico desde su algarrobo heroico.
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Cuando el trazado estuvo hecho Federico obtuvo los permisos de la Francisco Sugar Company para que Moralinda sembrara las cinco ceibas a lo largo de la calle B, pero con el tiempo él mismo tuvo que cortar la Gracita, la Tere y la Paquita por órdenes de Servando Rodríguez para proyectar las residencias de los futuros propietarios que terminaron por desplazarlo a él y a su familia: Pedro García y Carmita Miranda, Pastor Tasis, corresponsal de El Mundo y El Interlocal, Francisco Fonseca, ingeniero mecánico y Bernardo Bezos, agrimensor, ambos formados en Boston, finalmente, Juanita Angarica y Ángel Legat, el vicepresidente del Union Club, precisamente para levantar el Union Club derribaron la Paquita. El ciclón del 32 desarraigó la Pepa, solo queda Tulipa para contar la historia. Y tú, porque te sabes vida y milagro del Francisco y sus colonias. Bueno, es que de andar de aquí para allá uno escucha lo que la gente cuenta y esas historias se me van quedando adentro, además Federico Castellanos está emparentado conmigo, es que los Xiques somos una familia muy grande; Juan Ramón Xiques, fue abogado, en el 99 era vocal de la primera junta de educación en Santa Cruz, aunque vivía en Curajaya, Gil Xiques fue alcalde del barrio de la Calzada, Agustín Xiques, el padre, trabajaba en el aserradero del señor Pelayo, digo padre porque Agustín se casó con Etelvina Núñez y vinieron para acá cuando el hijo mayor tenía como doce o trece años, sí, sí, el que es triplero con Juan Nieves, sigo, Eleodoro Xiques, que es agrimensor, Delfín, pesador de caña, Amadito, el del clarificador, Güicho, que se fue de listero para Guayabal… Bueno, está bien así, hombre, que me vas a mencionar a la parentela completa, deja para después. Es que las noches aquí son largas, Aldereguía, si uno no está ocupado en algo el tiempo no pasa. Y tú, Melchor, cómo viniste a dar al ingenio, porque tú eres de Santa Cruz también, ¿no? Ya en Santa Cruz no queda ningún Xiques…, bueno, es que lo del 32 fue tremendo, se llevó más gente que la guerra. Los ciclones están ligados a mi vida, Feliciano; hasta el año veintiséis yo anduve en un par de barquitos llevando madera desde Santa Cruz hasta el surgidero de Batabanó; en cayo Mal País me cogió el ciclón de ese año cuando iba para Batabanó cargado de caoba, cedro y corazas de carey, pero con aquella carga la Eloísa empezó a anegarse y hubo que soltar los cables para adrizarla, enfilamos para el cayo y ahí pasamos las de Caín, ¡que manera de pasar hambre en Mal País!...