Son las 8.58 de la mañana en La Habana. Casi las
tres en la España peninsular. Suena mi teléfono. Escucho: la respuesta es no.
Con qué argumentos esta vez, pregunto. Que hace muy poco tiempo desde la vez anterior.
Oficina consular de USA en La Habana. Foto tomada de internet |
¿Muy poco tiempo? ¡Muy poco tiempo! No son unos
escasos fines de semana. Son trescientos sesenta y cinco días en cada uno de
los tres años de espera, es decir, mil noventa y cinco días, uno tras otro, con
sus veinticuatro horas cada uno. ¿Poco tiempo? Cuántas cosas suceden en un día,
cuántos cambios en un niño que va creciendo, en una niña fuera de serie que
llega a casa con medallas ganadas con inteligencia y talento, cuántas anécdotas
que contar, cuánta risa que compartir, cuánta complicidad por emprender…
¿Cuántos más pasarán? ¿En qué condiciones? Unos mayores, otros más viejos, unos
ya habrán pasado por la edad de oro de la niñez, otros tendrán más arrugas en
la frente, más callosas las manos…, quién sabe qué más…
Hace un año me preguntaba dónde estaba Dios aquel
jueves. Hoy me pregunto qué clase de dios pone a prueba la fe de un ser humano,
haciendo cruel a un semejante. Otra vez un no donde es tan fácil decir sí.
¿Razones de fe? ¿Es lo que Dios ha querido? Si es eso, es un dios cruel en el
que no puedo creer de ninguna manera. Un dios así solo alcanza a endurecer mi
corazón.
¿Son los hombres quienes deciden la felicidad o la
desconsuelo de sus semejantes? Hombres dedicados a la política, entregados a un
arcaico juego de ajedrez en el que ninguno quiere admitir el jaque mate. Los
políticos me revuelven las tripas. Todos. Porque en nombre de los seres humanos
pulverizan a los individuos; el pueblo, la masa, los ciudadanos, dígase como
quiera, es lo que importa, ese volumen amorfo y descerebrado que aplaude, vota
y consolida a unos pocos para que, una vez sentados en sus sillones, digan no
cuando pueden decir sí. Los individuos no existimos, somos cifras, moneda de
cambio del poder, combustible de una maquinaria siempre insatisfecha.
Hablo, claro está, de las familias cubanas divididas
por la obcecación y la testarudez heredadas. ¡Medio siglo ya! Me pregunto
cuántos años tenía Barak Obama cuando Kennedy impuso el primer bloqueo naval a
Cuba en el 62. También, desde luego, me pregunto cuántas generaciones de
cubanos tenemos y tendrán que padecer todavía la inmoralidad de un sistema
férreo e inhumano que nos divide hasta la muerte en nombre de la unidad y la
vida. De un año a otro hay que, primero, padecer en silencio el dolor
aplastante de ver cómo te rompen en mil pedazos la esperanza en menos de dos
minutos, a continuación convertir la ira y el odio en perdón, porque no hay un
culpable de carne y hueso a quien señalar y tanta pasión negativa corroe hasta
la médula; finalmente, poner a cero el contador y esperar. Es nuestro destino,
nuestra condición, nuestro madero, nuestro arte, como diría un intelectual.
Y mientras, en nuestro nombre, se hacen discursos,
declaraciones de esto y de lo otro, se exhiben cifras que refrendan el noble
corazón de un Premio Nobel y de un Presidente entregado hasta la ancianidad a
la causa de su pueblo. Solo unos fríos números. Nunca un rostro, una historia
personal. Nunca mi madre con el corazón roto, diciéndome con voz apenas audible
que no ha podido ser, que no le permiten salir de Cuba un par de meses a
reunirse con mi hermana, con mis sobrinos, sus nietos, que esperan a 1700 km
la noticia de que esta vez sí.
¿Cómo decirle a dos niños que
alguien dijo no y la abuela no estará tampoco este verano? ¿Entenderán que un
funcionario es un hombre con vísceras y corazón, con hijos y madre, allá en La
Habana, que pasará cada día en familia, sin conciencia de que al mismo tiempo
deshace la felicidad de otros como él y los suyos?
Todo es obedecer: a Dios y a los políticos. No miro los diarios hoy, ni veo las noticias. Hoy tengo el corazón más duro y las tripas verdes.