Ayer amanecí con ella en la cabeza. No hace falta, ni quiero ocultar mis 46 recién cumplidos, porque internet se encarga solito de publicarlo, si no, prueben a hacerse una cuenta en mil sitios y verán que si no entra la fecha de cumpleaños y el sexo, te está devolviendo, con comentarios en rojo, a los campos sin cumplimentar. Por cierto, hace un par de días estaba en esas y decidí, más por cansancio que por negar mi edad, entrar cualquier dato, puse nada más y nada menos que la fecha de ese día, así que el mensaje a continuación fue gracioso: ¡había nacido después de crear la cuenta! Volví a poner 30-07-1965 para que apareciera el OK de turno.
En fin, que allá por los ’80, decía, todos sacábamos la cuenta de nuestra edad en el momento de cambiar de siglo y de milenio, porque el advenimiento era entonces una esperanza como un templo, o como el paraíso, vaya, que se nos prometían doradas entonces. Bueno, pues sin sacar demasiadas cuentas, pasó y pasé aquel minuto de la llegada del milenio en La Habana, en un banquito recién restaurado de la Avenida del Puerto, y ni este fuego artificial; el único ruido de esa noche fue el cañonazo (a lo mejor electrónico) de las nueve en punto.
Once años después estoy recordando cuántos tuve en el dos mil y los que han pasado ya, por lo que he pasado y todo eso de que no hay nada como ver detrás de una curvita los cincuenta esperando para atraparte, hacerse contigo, traerte esos cambios hormonales que nos empeñamos en disimular a toda costa, volverte más cauteloso, más pensador en mi caso, hacernos pensar en lo que tengo, en lo que gané y lo que perdí y en lo que me falta por hacer (no solo hay que plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo, hay más cosas en el mundo).
Pasé el día en Gredos contemplando cimas, copas de pinos y horizontes a la caída de una tarde dorada (no porque haya cumplido años, sino porque en esta época es un espectáculo ver atardecer en estas latitudes) y tratando de descubrir qué cambios se estaban produciendo en mí a lo largo y ancho de cada minuto del día, no solo en lo somático, sino en lo psicológico. Y la única conclusión después de un examen tan prolongado ha sido la euforia de saberme capaz de emprender con energía, voluntad y sentido positivo proyectos acariciados desde que el dos mil sonaba a puerta abierta, a maravilla que silbaba el porvenir.
No soy dada a colocar fotos en redes sociales, ya lo han comprobado, pero esta vez quise hacerme una entre pinares, recorriendo un camino que se prolonga hacia adelante, con rectas y con curvas, pero sobre todo con pinos esbeltos y centenarios alzándose majestuosos en las cumbres de Gredos.
… que mis gustos musicales se hayan afinado no impide que terminara el día tarareando aquello de “hínchese la vela, ruja el motor, que sin esperanza, dónde va el amor…”