Foto tomada de El Mundo |
Que Cuba se va “abriendo”, descongelando, diríamos en buen
cubano. Que se vuelve a poner de moda el “¡Qué bolá, asere!”, porque así
saludaron Obama a Pánfilo y Vin Diesel, el de A
todo gas, a los pocos habaneros que se colocaron tras las barras
(como siempre) que dejaron franco el Prado a los invitados, los Castro Junior’s
entre los primeros.
Luego la colonial Plaza de la Catedral para el famoseo que
ya aburre en Europa…
¿A quién beneficia esta presencia en La Habana? Dice la
opinión pública, que siempre tiene la razón, que son los signos de los nuevos
tiempos. Que Obama, los Rollings y ahora Chanel son señales de que no hay
marcha atrás. Y todo eso.
De modo que tras cincuenta y pico de años pasando el Niágara
en bicicleta, solo hacen falta tres cosas, un presidente americano, negro,
demócrata y premio Nobel, para más, un mito sobre el escenario, un actor de
cine y el Prado travestido en glamour para que nos olvidemos de una dictadura
que ha asfixiado varias generaciones, exportado guerras a África, financiado
guerrillas en Hispanoamérica, facturado sus médicos, sus maestros y muchos
otros técnicos a Venezuela, Guatemala, Angola, Ecuador…
Cuba se está convirtiendo en una desgracia. Si no, busquen
en internet (a mí se me revuelven las tripas nada más intentarlo) el recibimiento
tributado al primer crucero de USA, la marcha, cada domingo, de las Damas de
Blanco, especialmente cómo terminan, las noticias de accidentes de tráfico con
estadísticas y todo, en el que aparecen los medios de transporte en el que hay
que desplazarse de un extremo a otro de la Isla, la de los cubanos varados en
Centroamérica, los balseros que siguen llegando a las costas de la Florida,
ahora grabados con sus propios móviles y subida la arribazón a las redes
sociales; el estado de las carreteras, de los hospitales, de las tiendas
(shoping), la cara de desencanto de la gente fuera de los circuitos turísticos.
No sé cuándo empezará a olvidarse el mito de los cubanos
alegres, cumbancheros, hospitalarios y todo ese etcétera de los cándidos
turistas que ahora empiezan a copar los hoteles, las casas de renta, las barras
con sus veintisiete mojitos hechos en serie para asombro de los sedientos; de
las mulatas divinas con esa risa de oreja a oreja ofreciendo su… país al
visitante admirado y se empezará a pensar en que, digan lo que digan, todo eso
que llaman “señales de cambio” no son más que guiños del gobierno actual para
que lo dejen en paz en su inamovible sillón octogenario que pasará a la
generación siguiente sin que ni dentro ni fuera cambie de verdad nada. ¡Créanse
que es imposible el castrismo sin los Castro!
¿Qué ya no estamos donde estábamos en 1994? No; ahora
estamos mucho peor, porque el gobierno ya sabe cómo tener eso que llaman “mano
izquierda” con la opinión pública internacional y cómo dar un poco de circo y
algo de pan (y de pescozones) al pueblo, puesto que allí nunca usamos la
palabra ciudadanos, que suena a burguesía pura. Con que se lleguen de vez en
cuando algunos famosos a La Habana y digan ¡Qué bolá!, ya habrá titular en los
diarios de aquí y de allá. Algo se mueve, dirán. Y al mojito, asere, que hace
un calor de tranca.